
Érase una fría mañana de un domingo de diciembre. En un campo de fútbol madrileño se oyó el pitido inicial del partido que enfrentaría al equipo local, el Saconia (Sauconia para nuestro personaje principal), contra uno de Carabanchel. Los primeros minutos no hacían presagiar el protagonismo que posteriormente adquiriría el que se suponía juez del encuentro. No obstante, la pasividad que él mismo demostraba corriendo en apenas un cuadrado de diez metros era claro indicio del poco interés por arbitrar un partido de estas características. Los pensamientos de nuestro protagonista así lo reflejaban: “Intentaré correr lo menos posible, que luego tengo otro partido que arbitrar y encima es masculino. Total, este partido es inferior para mi categoría y voy a cobrar igual…”.
A pesar de que el encuentro se estaba desarrollando prácticamente sin incidentes, el que vestía de negro no acertaba a pitar un fuera de juego en condiciones, dada la distancia de la jugada a la que se encontraba. Esto no parecía alterarle lo más mínimo mientras que iba encendiendo los nervios del equipo perjudicado y del público asistente. La primera parte acabó con una amarilla mostrada, nada en comparación con el balance final.
La segunda mitad no hizo que la actitud de nuestro árbitro cambiara, al menos no para bien. Instalado en su parcela del centro del campo, no acertó a pitar de forma correcta ni una sola vez, lo que encendió aún más los nervios de jugadoras y espectadores, dando paso a protestas de unas y otros. Nuestro protagonista se sintió entonces molesto pues consideraba injusta tal valoración de su actuación. Decidió en ese momento ser el protagonista único del partido, pensando quizá que ya que era interpelado con tanta frecuencia no podía hacer menos. Su actuación comenzó con la expulsión de una jugadora local, y siguió con la de otras dos. Éstas sin duda pagaron la soberbia de nuestro protagonista, quien se tomó la justicia por su mano al culpar de las palabras del público a las jugadoras.
El show acabó (a falta de unos 20 minutos de partido) con un insensato saltando al campo en busca de nuestro pobre árbitro para decirle cuatro cosas, y con éste corriendo cual Carl Lewis camino de los vestuarios. Fuerzas de sobra tenía para haber llegado hasta el fin del mundo… Los que allí estaban dicen que no se movió de su refugio hasta que los de uniforme pudieron escoltarle hacia la salida.
El resultado del partido no aparece en este relato porque, desgraciadamente, el fútbol no fue el protagonista ese domingo.